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Los primeros en secar el bacalao fueron  los vikingos habían viajado de Noruega a Islandia, Groenlandia y Canadá y no es coincidencia que éste sea exactamente el ámbito que abarca el bacalao del Atlántico. En el siglo X, Thorwald y su conflictivo hijo, Eric el Rojo, desterrados de Noruega por un asesinato, viajaron a Islandia, donde cometieron varios homicidios más y ello les valió un nuevo destierro. Alrededor del año 985, padre e hijo zarparon de la costa de lava negra de Islandia con una reducida tripulación en una pequeña embarcación abierta, a fuerza de velas y remos, el grupo consiguió arribar a tina tierra de glaciares y rocas, donde las aguas estaban plagadas de icebergs traicioneros. En primavera y verano, grandes pedazos de hielo se desprenden de los glaciares, caen al mar con un ruido atronador que resuena en los fiordos y levantan olas enormes. Erik, que esperaba colonizar la nueva tierra, intentó mejorar su atractivo bautizándola como Groenlandia, la Tierra Verde.

Erik colonizó aquella tierra inhóspita y luego intentó seguir adelante para hacer nuevos descubrimientos, pero se lesionó un pie y tuvo que quedarse atrás. Su hijo, Leifur, más tarde conocido como Leif Eriksson, navegó hasta un lugar más al este que denominó Tierra de Piedras y que, probablemente, correspondía a las costas rocosas y desiertas de Labrador. Desde allí, los hombres de Leif viajaron hacia el sur, hacia Tierra de Bosques y, luego, a Tierra de Vides, o Vineland. La ubicación de todos estos lugares no se ha determinado con certeza. Tierra de Bosques podría ser Terranova, Nueva Escocia o Maine, tres regiones cubiertas de bosques. Pero en Vineland encontraron unas uvas silvestres que nadie más ha descubierto en ninguno de estos lugares.

En Terranova se han descubierto los restos de un campamento vikingo. Tal vez fue en este territorio, de clima más soportable, donde los vikingos fueron recibidos por los indígenas con tal violencia y hostilidad que consideraron imposible la colonización, algo que resulta sorprendente para quienes habían sido desterrados en varias ocasiones por su costumbre de matar a otros.

¿Cómo sobrevivieron los vikingos en la yerma Groenlandia y en la rocosa Tierra de Piedras?, ¿De dónde sacaron suficientes provisiones para seguir hasta Tierra de Bosques y hasta Vineland, donde no se atrevieron a internarse para recoger comida y, sin embargo, consiguieron la suficiente para el viaje de regreso! ¿Qué comieron esos hombres del norte en las cinco expediciones a América, entre 985 y 1011, que recogen las sagas islandesas? Pues bien, si pudieron viajar a todas esas costas lejanas y baldías fue porque habían aprendido a conservar el bacalao, curándolo al gélido aire invernal hasta que perdía cuatro quintas partes de su peso y se convertía en un tasajo duro como la madera, que se mantenía comestible durante largo tiempo. Podían romper porciones y masticarlas como cecina. Antes incluso de los tiempos de Erik, en el siglo IX, los nórdicos ya habían establecido secaderos de bacalao en Islandia y Noruega y comerciaban con los excedentes en la Europa septentrional. A diferencia de los vikingos, los vascos tenían sal y, como el pescado salado antes de secar era comestible durante más tiempo, sus marineros podían navegar aún más lejos que los nórdicos. Además tenían otra ventaja: cuanto más duradero era un producto, más fácil resultaba comerciar con él. Hacia el año 1000, los vascos habían ampliado el mercado del bacalao hasta convertirlo en un auténtico comercio internacional que llegaba mucho más allá de los límites de su hábitat septentrional.

En el mundo mediterráneo, donde no sólo había minas de sal sino también un sol que calentaba lo suficiente como para obtener sal marina, la conservación de alimentos con esta última no era una novedad. Ya en los albores de la Edad Antigua, los egipcios y los pueblos prerromanos comían pescado en salmuera y desarrollaban un activo comercio. Las carnes saladas eran muy apreciadas y la Galia romana ya tenía fama por sus jamones salados y ahumados. Antes de dedicarse al bacalao, los vascos comían en ocasiones carne de ballena en salazón; esta carne solía tomarse con acompañamiento de guisantes y la parte más apreciada de la ballena, la lengua, también acostumbraba a salarse.

Hasta la invención del frigorífico en el siglo XX, la comida echada a perder había constituido una maldición crónica y había limitado en gran medida el comercio de muchos productos, sobre todo el pescado. Cuando los balleneros vascos aplicaron al bacalao las técnicas de salado que utilizaban con la ballena, dieron con un matrimonio de lo más conveniente ya que el bacalao carece de grasa prácticamente y, por tanto, si se salaba y secaba como era debido, rara vez se estropeaba. Duraba más que la ballena, que es carne roja, y que el arenque, un pescado graso que, salado, se hizo popular en los países del norte durante la Edad Media.

Incluso el bacalao salado y seco se estropea si permanece demasiado tiempo en un ambiente húmedo y caluroso pero, en el Medioevo, resultaba extraordinariamente duradero. Era un milagro, comparable al descubrimiento del proceso de congelación rápida en el siglo XX, que también se inició con el bacalao, Éste no sólo se conservaba más que otros pescados salados, sino que tenía mejor sabor. Una vez secado o salado, o ambas cosas, y adecuadamente remojado más tarde, este pescado presenta una carne en láminas que para muchos, incluso en esta era moderna de la refrigeración, resulta muy superior a la carne tierna y blanda del bacalao fresco. Entre los pobres, que rara vez podían permitirse el pescado fresco, era un alimento barato de alta calidad.

El catolicismo proporcionó a los vascos su gran oportunidad. `La iglesia medieval impuso días de ayuno en los que estaba prohibido mantener relaciones sexuales y comer carne. En cambio, se permitían los alimentos fríos». Como el pescado venía del agua, se lo consideraba frío. Los vascos ya vendían carne de ballena a los católicos esos días de abstinencia, que eran todos los viernes (ya que éste había sido el día de la crucifixión de Cristo), la Cuaresma entera y varios días más, señalados en el calendario religioso. En total la carne estaba prohibida casi la mitad del año y esos días de abstinencia se convirtieron finalmente en días de bacalao salado. El bacalao casi se transformó en icono religioso, en cruzado mitológico de observancia cristiana.

Los vascos se enriquecian mas cada viernes que pasaba. ¿Y de dónde procedía todo aquel bacalao? Quienes comerciaban con él, que no habían revelado nunca su procedencia, mantuvieron el secreto. Entrado el siglo XV, éste no era fácil de guardar, puesto que el bacalao había alcanzado un amplio reconocimiento como producto que daba grandes beneficios y los intereses comerciales de toda Europa potenciaban la búsqueda de nuevos bancos pesqueros de esta especie. El bacalao estaba en aguas islandesas y en el mar del Norte, pero los escandinavos, que llevaban milenios pescándolo en esas zonas, no habían visto allí a los vascos. Los británicos, que también pescaban el bacalao en alta mar desde tiempos de los romanos, tampoco avistaban pesqueros vascos ni siquiera en el siglo XIV, cuando los barcos británicos empezaron a aventurarse hasta aguas de Islandia. Los bretones, que intentaron seguir a los vascos, empezaron a hablar de una tierra más allá del mar.

Thomas Croft, un rico funcionario de aduanas de Bristol que intentaba encontrar un nuevo foco de bacalao, se asoció con John Jay, un comerciante de Bristol convencido de lo que en aquella época era una obsesión en su ciudad: que en algún lugar del Atlántico existía una isla llamada Hy~Brasil. En 1480 Jay envío su primer barco en busca de esta isla, con la esperanza de que le proporcionase una nueva base de pesca para el bacalao. En 1481 Jay y Croft equiparon dos naves más, la Trinity y la George. No existen registros del resultado de esta empresa. Croft y Jay eran tan discretos como los vascos. No realizaron ningún anuncio del descubrimiento de Hy-Brasil y la historia ha dado el viaje por fracasado. Sin embargo, descubrieron suficiente bacalao como para que, en 1490, cuando la Liga Hanseática se ofreció a negociar la reapertura del comercio con Islandia, a Croft y a Jay ya no les interesase el asunto.

¿De dónde procedía su bacalao? Llegaba a Bristol ya seco, y el secado no podía realizarse en la cubierta de un barco. Como sus naves dejaban atrás el canal de Bristol y se adentraban en el mar muy al oeste de Irlanda y no había tierra en la que secar pescado en esa dirección -Jay aún no había encontrado Hy-Brasil-. Se suponía que Croft y Jay compraban el pescado en alguna parte, dado que era ilegal que un funcionario de aduanas se dedicara al comercio exterior, Croft fue sometido ajuicio. El acusado insistió en que había conseguido el bacalao en los lejanos confines del Atlántico y fue exonerado de los cargos sin que llegara a revelar sus secretos.

Para regocijo de la prensa británica, recientemente se ha cubierto una carta dirigida a Cristóbal Colón, una década después del asunto Croft en Bristol, escrita, al parecer, mientras Colón recibía los honores por el descubrimiento de América. La carta, enviada por unos mercaderes de Bristol, alegaba que el descubridor sabía perfectamente que ellos ya habían estado en aquellas tierras. No se sabe si Colón respondió, pero no necesitaba hacerlo. Los pescadores guardaban sus secretos, mientras que los exploradores los revelaban al mundo. Colón había reclamado todo el nuevo mundo para la corona de España.

Más tarde, en 1497, cinco años después de que Colón tropezara con las islas del Caribe mientras buscaba una ruta por el oeste hacia las tierras asiáticas productoras de especias, Giovanni Caboto zarpó de Bristol no en busca del secreto de sus pescadores, sino con la esperanza de encontrar la ruta a Asia que Colón no había sabido hallar. Caboto era un genovés a quien se recuerda por su nombre anglicanizado, John Caboti porque emprendió este viaje bajo el patrocinio de Enrique VII de Inglaterra. Los ingleses, por su situación tan al norte, estaban alejados de la ruta de las especias y, por tanto, pagaban precios extraordinariamente elevados por ellas. Cabot intuyó, muy acertadamente, que la corona británica y los mercaderes de Bristol estarían dispuestos a financiar la búsqueda de una ruta alternativa por el norte. En junio, tras sólo treinta y cinco días en el mar, Cabot encontró tierra. Pero no era Asia. La que descubrió era una vasta costa rocosa ideal para la salazón y secado del pescado, junto a un mar que hervía de bacalaos. Cabot refirió esa abundancia como muestra de la riqueza de aquella nueva tierra, Terranova o New Found Land, que reclamó para Inglaterra. Treinta y siete años después arribó Jacques Cartier, quien se adjudicó el honor del “descubrimiento” de la desembocadura del San Lorenzo, plantó una cruz en la península de Gaspé y reclamó todo el territorio para Francia. También anotó la presencia de un millar de pesqueros vascos. Pero éstos, deseosos de guardar su provechoso secreto, no habían reclamado la soberanía de todo aquello para nadie.

 

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